El Siervo del Señor: Isaías 42: 1-9 Jesús Ungido en Betania: Juan 12: 1-11
Estoy asombrada por la riqueza y belleza de esta escena. Vemos a esta mujer tomada en espíritu y cuerpo por esta experiencia, entregando generosamente no sólo lo que tiene, representado en el costoso frasco de ungüento, sino también lo que es, mientras humildemente seca con sus cabellos los pies de su amado. Todo el cuadro llena los sentidos con la fragancia del generoso gesto de amor de María hacia Jesús.
Me resulta difícil no conmoverme ante este acto aparentemente inútil y sin valor, pero tan rico de significado y de afecto íntimo. Es una ventana para contemplar una tierna expresión de amor y devoción a Jesús, nuestro Señor, que refleja, a mi juicio, la pasión de entrega que nos mueve a responder generosamente a la llamada de Jesús como discípulos y religiosas y religiosos.
Esta mujer se hace presente abiertamente a Jesús y le habla con la voz del corazón humano, haciendo una manifestación pública de su profundo amor y su entrañable relación con Jesús. Esto no pasa desapercibido para la gente que nos rodea. Como cristianos y religiosos también estamos llamados a ser signo de esta profunda realidad: la llamada que tienen los seres humanos a vivir y compartir libremente sus vidas con y en la presencia de nuestro Dios. Esto se hace visible y puede ser percibido por los demás cuando seguimos nuestro deseo de hacer de nuestra relación con Dios el centro de nuestro ser y cuando se convierte en la fuente y la fuerza que impulsa nuestras vidas, pensamientos y acciones.
Cuando abrimos nuestra vida a Dios de manera generosa y auténtica, dejamos que el aroma de Cristo llene nuestra vida, que se impregna del Amor de Dios, de la misma manera que el carísimo aceite aromático del relato llenó la casa de Lázaro, Marta y María. Como dice Pablo, otro apasionado discípulo de nuestro Señor, en 2 Corintios 14, debemos convertirnos en “el aroma de Cristo”, un aroma de vida que lleva a la vida.
El profeta Isaías nos da una pista de ese aroma de Cristo en la primera lectura, al describir al Siervo sufriente. El Siervo de Dios tiene aroma de compasión: “no quebrará la caña cascada, ni apagará la mecha humeante”. Este Siervo exuda también el aroma de la justicia y el aroma del amor que trae luz a las naciones, curación a los ciegos, libertad a los prisioneros y salvación a nosotros, pecadores. Este es el aroma de la vida que en nosotros debe convertirse en voz profética para un mundo tan necesitado de amor, consuelo, compasión y esperanza.
Nuestras vidas también deberían hablar de adoración y devoción a nuestro Dios, como lo hace la imagen de la unción de los pies de Jesús. El gesto de María derramando el aceite perfumado sobre los pies de Jesús simboliza para mí el don de la entrega personal al plan de Dios que produce la consumación de nuestras vidas en aras de la misión de Jesús. Una consumación que se lleva a cabo cuando humildemente permitimos que Dios nos moldee como los discípulos que Dios quiere que seamos.
La pregunta que Judas le hace a María puede ser una pregunta que vamos a escuchar muchas veces durante nuestras vidas. ¿Por qué? ¿Por qué quieres ser monja, hermana, hermano o sacerdote? ¿Por qué no sirves a Dios de una manera diferente? ¿Por qué no ayudas a los pobres de una manera que parece más efectiva y productiva según los estándares de nuestro mundo moderno? ¿Por qué no gastas ese aceite y ese dinero en nombre del interés propio como parece indicar la intención oculta de Judas? Tal vez eso sea parte del propósito de nuestras vidas como mujeres y hombres religiosos: convertirnos en signos de interrogación para otros que, esperamos, puedan ser atraídos más cerca por su curiosidad, a la fragancia del misterio de Dios en nuestro llamado.
Al final, el fin de nuestra existencia, pregunta que persigue nuestra sed humana de sentido, sólo se revelará plenamente en Dios, como sólo Jesús pudo haber revelado el fin oculto de la acción de María: la preparación del cuerpo de Jesús para su muerte. No podemos sino maravillarnos, como tal vez lo hizo María, ante la respuesta inesperada de Jesús, mientras contemplamos con asombro el vasto e incomprensible plan de Dios en el que se inscribe nuestra vida.
